

Cada 15 de abril celebramos el Día Mundial del Arte, una fecha que busca recordarnos algo muy simple: el arte está en todo, y sigue siendo una de las formas más poderosas de entender el mundo, de incomodarlo, o simplemente de hacerlo un poco más bello.
Si pensamos en arte clásico, es inevitable que aparezcan nombres como Miguel Ángel, el genio del Renacimiento que esculpió el David con una precisión que parece imposible. O Leonardo da Vinci, que no solo pintó la Gioconda, sino que veía el arte como una forma de entender el cuerpo, la naturaleza, la ciencia.
En esos tiempos, el arte era técnica, equilibrio, proporción. Belleza idealizada. Pero también era religión, poder y encargo de mecenas.
Llegamos a Van Gogh. Un pintor que no vendió casi nada en vida, pero que revolucionó el arte con su forma de pintar lo que sentía. Sus pinceladas eran impulsos, y su obra más famosa, La noche estrellada, no muestra el cielo como es, sino como lo vivía.
Con él (y otros como Monet, Gauguin o Munch), el arte deja de retratar la realidad y empieza a expresar la subjetividad.
Con el tiempo, el arte se fue liberando de los museos. Llegaron los ismos: surrealismo, dadaísmo, cubismo. Aparecieron artistas como Picasso o Dalí, que pintaban sueños, deformaban caras o metían langostas en teléfonos. Después vendría Andy Warhol con sus latas de sopa Campbell, para recordarnos que hasta la cultura pop puede ser arte.
¿Y ahora? Ahora el arte puede estar colgado en el Louvre, o pintado sobre una pared de Londres sin firma. Puede ser una instalación con luces, un mural en tu barrio, un NFT, una intervención digital o un stencil con mensaje social.
Ahí aparece Banksy, el artista anónimo más famoso del mundo. Con una plantilla y un aerosol, logra lo que muchos no: que hablemos, que pensemos, que nos preguntemos. ¿Quién es? ¿Por qué lo hace? ¿Por qué eso nos conmueve más que muchos cuadros colgados?